En los medios

Clarín
17/11/21

La batalla interpretativa del voto

El profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal analizó la efectividad del voto como medio de expresión institucional en democracia.

Por Roberto Gargarella


Ilustración: Daniel Roldán

Terminan los comicios nacionales y, una vez más, comienza la “batalla interpretativa” del día después, un combate en el que todavía nos encontramos inmersos. ¿Qué habrá querido decir el electorado, al votar como lo hizo? ¿Quiso castigar al Gobierno, con su voto masivo en contra del oficialismo, a nivel nacional?

¿Quiso premiar al Gobierno, en realidad, a partir de la “recuperación” de votos que le ofreció en la Provincia de Buenos Aires? ¿O es que, en verdad, quiso premiarlo por algunas iniciativas, y a la vez castigarlo por otras?

El hecho es que no tenemos ninguna respuesta conclusiva a los interrogantes más básicos que nos planteaban las elecciones. Sorprendente, y a la vez nada nuevo: sólo la versión “fin de 2021” del problema de siempre.

La cuestión es que el voto, es decir, el mejor y principal (¿o el único?) medio de expresión institucional con el que contamos, no nos está sirviendo como medio de expresión institucional en democracia. De modo más contundente, el voto no nos sirve para el propósito fundamental para el que fue creado: manifestar públicamente nuestras demandas y opiniones políticas, para que nuestros representantes actúen en consecuencia.

Conviene advertir lo siguiente: en los orígenes del constitucionalismo, esto es, hace más de doscientos años, el voto aparecía acompañado de una cantidad de herramientas adicionales -ya existentes, ya imaginadas- que venían a complementarlo y dotarlo de fuerza y sentido -eran muchos los “puentes” destinados a conectar a “electores” con “elegidos”. Por supuesto, en la actualidad, podríamos considerar como toscas o inatractivas a la mayoría de esas herramientas -las “instrucciones obligatorias”, la “revocatoria de mandatos”, la rotación obligatoria en los cargos, etc.

Sin embargo, el solo reconocimiento de estos “complementos al voto” nos permite subrayar algunas cuestiones de interés.

En primer lugar, podemos advertir la enorme imaginación institucional que tuvieron nuestros antecesores, que contrasta con la pobreza actual de nuestra imaginación democrática (¿qué innovaciones institucionales hemos adoptado, en más de doscientos años: ¿El ombudsman? ¿El Consejo de la Magistratura? Nada de interés).

En segundo lugar: la decisión de acompañar al voto de otras “herramientas adicionales” permitía “aliviar la responsabilidad” del voto, y ayudarlo en su tarea expresiva.

Por ejemplo: si “fallábamos” con nuestra elección, por elegir al candidato equivocado (i.e., el candidato que, apenas electo, se desdice de todas sus promesas), al día siguiente podíamos revocarle el mandato, remediando así nuestro error inicial.

Entiéndase lo que digo: no sugiero aquí, de ningún modo, la necesidad de revivir aquellas viejas herramientas del pasado. Sugiero que antes había conciencia de que el voto, por sí solo, no podía cumplir con todo lo que hoy esperamos y reclamamos de él. El hecho es que hoy, el voto debe “cargar sobre sus espaldas” una tarea infinita que de ningún modo está en condiciones de cumplir, cuando todos los demás “puentes institucionales” para la comunicación entre ciudadanos y funcionarios públicos fueron “volados”.

Por supuesto, la cuestión no es “terminar con el voto,” sino ver de qué modo podemos complementarlo con otros instrumentos que lo alejen de la “manipulación” a la que en estos días lo someten sus poderosos intérpretes.

La discusión sobre “cómo suplementar” al voto puede ser infinita, por lo que aquí me detendré sólo en dos alternativas, una de las cuales quiero resistir, y la otra apoyar. Resistiré la alternativa más obvia y menos interesante.

Ésta es la que, frente a las debilidades propias del voto…propone votar todavía más cosas: ante los déficits del voto, recurrir a plebiscitos, consultas populares, referéndums. Contra dicha visión, debiera ser claro que si el problema es la incapacidad expresiva del voto, el remedio no puede ser “más votos” (aquí, otra vez, la falta de reflexión e imaginación institucional). Y sobre todo lo siguiente (que nos lleva a considerar la segunda alternativa): aún en su mejor versión, el voto nos priva de lo más importante: la palabra política, el diálogo institucionalizado.

Contra lo que se dice, el voto no nos da voz, en la medida en que no nos da palabras, no nos permite matizar, no nos permite aclarar, no nos permite corregir, no nos permite precisar (“queremos apoyar al gobierno por tal y tal cosa, pero repudiarlo por tal y tal otra”).

Por eso es que, más allá del voto, necesitamos ayudar institucionalmente a la “conversación entre iguales”.

Ante las aburridas objeciones de siempre (“muy utópico”, “abstracto”, “no para Latinoamérica”), cabrá examinar con detalle los incipientes, y todavía imperfectos, “diálogos” ciudadanos promovidos (también) en la región, en los últimos años: desde los más formales (los cabildos constitucionales chilenos; las audiencias públicas auspiciadas por la alcaldía bogotana; los inacabados debates uruguayos sobre la Ley de Caducidad), a los más informales (las discusiones sobre el aborto y el matrimonio igualitario, en la Argentina).

En todo caso, no se trata de encontrar la “fórmula mágica” que remedie “ya mismo” un mal que lleva doscientos años, sino de corregir, de una vez por todas, el mal diagnóstico en el que seguimos empantanados.

Debemos admitirlo, aunque nos duela: nuestras instituciones son muy deficitarias en términos democráticos. Para que se entienda de lo que hablo: en la actualidad, el voto -nuestro único medio institucional de expresión política- es tan impreciso, maleable y deficiente que (aunque parezca una alucinación) le permite al derrotado proclamar que “hemos perdido ganando”, o convocar a los suyos con el objeto de “festejar el triunfo”.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho (UBA-UTDT)


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